Nuestra vieja costumbre criolla de “doctorar” a universitarios “indoctos” aún va más allá y a veces se le dio ese título a paisanos locuaces, porque en el comité “sonaba bien”. Lo que realmente llama la atención es que en la modernidad actual, personas con un nivel medio o alto de estudio, que saben perfectamente cuál es el camino para lograr un título de posgrado como el que se arrogan la mayoría de los profesionales (es necesario hacer la tesis de especialización en la materia de la cual tienen el título de grado) se refugien en los usos y costumbres de una época supuestamente superada en vez de transitar el correcto camino del esfuerzo meritorio.
Me parece dable destacar que ese afán de titularse “Doctor” proviene de la filosofía que practica el argentino medio: obtener “laureles” aplicando la “ley” del mínimo esfuerzo.
Vemos constantemente los resultados paupérrimos, en no pocos casos, cuando se hacen evaluaciones de ingreso en distintas universidades. Y me parece importante hacer notar que, aun aceptando el pobrísimo estado de la educación pública primaria y secundaria, el deseo por el saber e incorporar conocimientos que enriquezcan a las personas, sea cual fuere la carrera elegida, no tiene por qué limitarse a las horas cátedras y a los textos que se les exigen a los estudiantes según las carreras y niveles en que se encuentren.
Por otra parte, esa necesidad de llamarse “Doctor” denota, en ciertos profesionales, la preocupación por las formas más que los contenidos. Y creo, humildemente, que cuando un paciente o cliente, según el título del profesional, consulta a médicos, abogados, etc., lo que busca es la solución de su problema o el alivio a su dolencia, algo que poco tiene que ver con las apariencias.
La pericia del buen profesional se observa cuando se mancomunan ética, buena disposición, respeto y la solvencia para, en casos necesarios, pedir interconsultas. Ante todo poner al servicio del paciente o cliente la mejor predisposición humana personal (que hoy escasea tanto) para la solución de cualquier problema.
Ahora bien, otro punto importante, según mi humilde entender, en la ligereza por repartir títulos y honores, es la complicidad de los colegios respectivos al no investigar cuántas son las personas realmente matriculadas y habilitadas para usar los títulos que se arrogan.
Por ejemplo, no entiendo cómo al colegio médico se le pasó por alto que una figura mediática usaba el título de “Doctora”, sin serlo, con el grave peligro y riesgo que corríían los pacientes que ella atendía.
Otros ejemplos: ¿Cómo un jefe de gobierno pudo acompañar con la firma oficial la leyenda de licenciado, sin poseer dicho título? ¿Cómo un ingeniero agrónomo pudo, sin que el colegio respectivo le hiciera ninguna observación, desempeñarse al frente de la cartera de Seguridad?
Y así podría continuar citando muchos casos conocidos.
A modo de cierre de este esbozo, pienso que tanto los idóneos, como los titulados de grado, así como los que alcanzaron el posgrado, no pueden jurídica ni moralmente arrogarse un “Honor” que no les corresponde, en la materia que fuese, ya que eso sería vivenciar, hoy más que nunca, lo que hace tantos años escribiera Discepolín: “Da lo mismo que seas cura, colchonero, rey de basto, caradura o polizón”.
Si realmente queremos que la sociedad salga del estancamiento moral que tanto nos preocupa, empecemos a mejorar cada uno de nosotros la calidad ciudadana, ubicándonos en la “REAL FUNCIÓN” que nos corresponde individualmente.
Sólo así construiremos un País donde cada uno estará ocupando verdaderamente el lugar para el cual se preparó... ¡y el respeto sea LEY!
Gustavo Martín Ardiles
(Desde Buenos Aires, Argentina)