domingo, marzo 20, 2005

LA UTOPIA DE UN RINCON SEGURO

Quizás alguien recuerde su propia experiencia al leer la siguiente historia, pues no son pocas las personas que han vivido situaciones similares a las de esta ficción...


De la noticia al cuento

Después de una noche sin dormir debido a exigencias laborales, antes de apagar la computadora e irme a descansar me tentó leer en Internet las noticias de último momento...

Lo de siempre: la tirantez creciente entre Israel y Palestina; nuevos ataques de la guerrilla colombiana; la inquietante situación de los desocupados en Argentina y... otra bomba detonada por un grupo extremista vasco en Madrid.

Luego de leída la última nota periodística se llenó mi mente de imágenes, algunas actuales y otras antiguas, y el natural agotamiento físico que hasta entonces me dominara decidió alejarse hasta otro momento, quizás para permitirme redactar esto que ahora compartiré con ustedes.

Trata de "la utopía de un rincón seguro", de esa búsqueda que empuja a no pocos compatriotas hacia otras latitudes. Está escrito con el corazón, por eso les ruego que para leerlo abran los suyos... así nos entenderemos mejor. Gracias.




Mamá, me arde la nariz...

Vamos caminando rápidamente entre hilachas de frío y penumbra. Me urge llegar al cálido rincón que a fuerza de trabajo y milagros hemos adquirido en España. Es nuestro nuevo hogar, pues allá en Argentina se había hecho difícil continuar viviendo, sin trabajo estable y con toda esa inseguridad que nos hacía temblar tanto. Por fin un lugar seguro, más ordenado y previsible que ese otro un poco añorado que luego de varias "asambleas" familiares decidimos abandonar para siempre.

Ayer fueron nuestros abuelos y padres los obligados exploradores de nuevas y lejanas promesas, viajando casi a ciegas a la búsqueda de mejores horizontes allá en América, sin imaginar que la rueda del destino nos impulsaría luego más tarde a nosotros, sus descendientes, a realizar la misma ruta emigratoria pero a la inversa, como una broma sin risas de la vida.

Mientras medito estas cosas casi olvido que llevo a mi pequeño hijo tomado de mi mano, que corre de a ratos a mi lado para no ser arrastrado por mi ímpetu. Observo su carita inocente y él me mira con sus ojazos repletos de eterna curiosidad, siempre expectante, ávido de paisajes y gentes diferentes. Le divierte mucho el modo tan particular de conversación de los madrileños y se queda mirando boquiabierto a cuanto vecino se le ocurre echarle una parrafada, como ellos mismos dicen. Es mejor para todos que mi hijito vea ese lado simpático de la experiencia y no haya sufrido el trauma del destierro como aún lo padecemos su padre y yo.

Seguramente ya estará la comida casi terminada cuando lleguemos a casa, pues hoy le toca a José Antonio cocinar. La verdad es que allá en Argentina nunca me esperó una mesa servida, pero acá las cosas se presentan diferente ya que ambos trabajamos y no queda otra solución que compartir las obligaciones del hogar. Todavía no me acostumbré a sentarme a cenar mientras mi marido sirve la comida, pues me parece que estoy cometiendo un pecado o por lo menos un abuso, no sé bien qué...

—Mamá, me arde la nariz.

Si bien está bastante fresco y hay pequeñas ráfagas intermitentes de viento, no es como para decir que hace tanto frío. Pero la verdad es que a mí también me arde la nariz y así se lo hago saber a mi hijo. Apuro el paso para achicar el recorrido que aún nos falta y entonces me percato de un detalle que casi se me escapa. Detengo la marcha y le pregunto al nene, que ahora me observa intrigado por mi abrupta "frenada":

—¿Vos también sentís olor raro?

El relámpago me confunde por un instante. Me pregunto si llegaremos a casa antes de que empiece a llover. Un trueno terrible se cuela por mis oídos hasta estrellarse en el centro de mi cerebro. Algo me empuja contra la pared y apenas atino a proteger al niño con mi cuerpo mientras ambos somos arrojados violentamente hacia un lado. El mareo y las náuseas me obligan a aplastarme unos segundos contra la vereda. Apenas logro centrar la visión busco a mi hijo y lo encuentro casi debajo de mis piernas, asustado y llorando, pero sano y salvo. Me incorporo a medias y con un pañuelo de hombre que siempre llevo para el niño le limpio la carita.

—Me duelen los oídos, mami...

Reviso desesperada la cabecita de mi querido hijito y no encuentro más que algunos rasguños y algo de sangre que no puedo determinar si es de él o de mis piernas que también están lastimadas. Lo abrazo muy fuerte y sin saber qué pasó me pongo a llorar hasta que el hipo me obliga a controlarme. Me levanto y alzo al nene, que aún llorisquea y tiembla, apretándolo contra mi pecho.

Miro a un lado de la calle y veo puntos de color avanzar hacia donde estamos. Enseguida las luces llegan a nuestro lado y puedo descansar de mis temores, pues se trata de vehículos policiales. Bajan hombres y mujeres uniformados que se desparraman en silencio por la zona, apenas entendiéndose por señas. Una pareja de policías se acerca a nosotros y me siento perforada por los ojos de los servidores del orden. Luego de observarme detenidamente me preguntan:

—¿Se encuentra usted bien, señora?

No sé qué ni cómo respondo, pero algo coherente debo haber dicho porque nos llevan hasta uno de los vehículos y nos hacen ascender. Me piden que aguardemos unos instantes. Mientras esperamos escudriño a través del parabrisas, tratando de descubrir qué sucedió en esa calle.

Estoy viendo hacia el lado opuesto de donde vinieron los automóviles policiales, justamente el tramo de camino que habíamos transitado minutos antes mi hijito y yo. Quedo estupefacta ante la escena que tengo ante mí. Una niebla rara se descuelga en medio de la calzada, como si se tratara de una mezcla de vapor de humedad y tierra. Las luminarias están apagadas o simplemente destruidas. Los últimos bostezos del sol en retirada iluminan tenuemente unos informes bultos llameantes que los bomberos ahora comienzan a mojar con abundante espuma.

Un hombre vestido con ropa de hospital se dirige al auto y se presenta como el doctor Ignacio González. Como una autómata respondo a sus preguntas y le permito que nos practique una revisión provisoria a mi hijo y a mí. Luego de la verificación y de hacerme firmar un formulario el médico se retira. La pareja de policías estuvo aguardando a cierta distancia mientras el doctor nos auscultaba, pero a pesar de haber finalizado el trabajo del médico no se acercan al coche.

Pienso, recién ahora puedo decir que pienso, en mi marido y en lo que pudo habernos sucedido a mi nene y a mí. Justo cuando comienzan a brotarme nuevamente las lágrimas veo que por fin vienen los policías hacia nosotros.

—Señora, deberá usted acompañarnos para que la interroguen nuestros superiores. No se asuste, pues en realidad se trata de una formalidad.

Quedo muda. Miro a mi hijo y adivino el terror en sus ojitos hasta hace minutos atrás tan llenos de alegría. Observo el rostro del policía más maduro y pregunto:

—Pero, ¿qué ha sucedido?

Ambos se miran y luego me responden casi al unísono:

—Un bombazo de la ETA, señora...

Comienzo a tiritar. La nariz me arde más que antes. Me toco la cara y la siento hirviendo. No comprendo por qué este ardor...

—Mamá, me arde la nariz.

El policía más joven le ofrece un caramelo al nene y queda resuelto el problema.

—¿Quieres viajar a mi lado y hacer sonar la sirena?

Veo aliviada la sonrisa de mi hijo cubrirle el rostro. Miro la cara del agente reflejada en el espejo retrovisor y le expreso un enorme agradecimiento con mis ojos. Él apenas sonríe y creo descubrir mil penas escondidas detrás de esa tenue mueca forzada.

No sé qué está sucediéndonos en este instante, pero no puedo apartar de mi mente el recuerdo de mi tierra natal. Todo se confunde en mi cerebro y también en mi alma, aunque algo se está aclarando por fin en mi interior. Una chispa de comprensión me ayuda a retornar a la coherencia...

—Claro, ¿cómo no me di cuenta antes?

La situación me ha llevado a pensar en voz alta. Me sonrojo y con cierta timidez miro nuevamente el espejo retrovisor, pero el policía está demasiado atento a la conversación que mantiene con mi hijo. Me tranquilizo y aguardo a que inicien la marcha. El policía de más edad me ofrece su teléfono móvil por si deseo efectuar alguna llamada. Lo miro con gratitud y le explico que mi marido nos está esperando con la cena, quizás muy preocupado si está enterado del atentado. El hombre guarda el teléfono y me dice:

—Haremos lo siguiente, señora. Nos dice su dirección y los llevaremos a su casa para que se repongan del mal momento vivido y mañana al mediodía se presenta en nuestra oficina para cumplir con los trámites que le hemos mencionado, ¿qué le parece?

Las lágrimas corren ardientes por mis mejillas y apenas atino a apretarle la mano al policía. Él me devuelve el apretón, diciéndome:

—Pues no se hable más. De una vez por todas veremos qué tal conduce el señorcito éste. Ande, toque la sirena para que nos abran paso, pero a no abusar, jovencito, pues los vecinos podrían enojarse y llamar a la policía...

La risa de mi hijo es maravillosa. Sé que jamás podré pagarles a estos dos desconocidos sus gestos tan delicados, tan humanos, tan anónimamente solidarios. Sinceramente deseo que estas personas y sus familias sean protegidas por Dios. Me sorprenden mis propios pensamientos, pues hasta hace muy pocos minutos era yo una declarada opositora de cualquier uniformado. Quizás he recibido una lección o varias a la vez, no sé, el tiempo lo dirá...

—¿Es aquí?

La voz del policía más joven me saca de mis cavilaciones. Antes de responder yo nada, mi hijo lo hace por mí:

—Sí, acá vivimos ahora. Antes teníamos una casa más lejos, allá en Argentina, pero ahora no la tenemos más porque la vendimos para venir a España...

El policía de más edad nos mira a ambos y le hace al niño una pregunta que en realidad va dirigida a mi persona:

—¿Y qué les hizo dejar su país y venir a instalarse a España?

Mi hijo me mira sin saber qué decir. Me aclaro la garganta y con cierta resignación respondo:

—Queríamos más seguridad...

Veo salir a mi marido de la casa. Los policías comprenden la situación y saludando militarmente se despiden de nosotros. Alzo al niño y juntos vamos al encuentro de mi marido.

No le dejo formular pregunta alguna, pues le cierro la boca con un beso repleto de mil sentimientos que deseo compartir con él. Creo haber dicho lo esencial con mi gesto, pues nada me es preguntado. Ingresamos a la vivienda y nuestro hijito comienza a narrar la odisea vivida. Lo más emocionante para el nene ha sido, según sus propias palabras, el viaje en patrullero hasta casa, jugando a que era policía y tocaba la sirena para abrir paso.

Sonrío sorprendida y aliviada, pensando en la complejidad de la existencia y en los mecanismos de la mente para sobrevivir a las pruebas difíciles que pueden presentársenos en cualquier instante. Y en medio de este tumulto de ideas retorna a mi cerebro aquella respuesta dicha a medias dentro del automóvil. Me parece volver a percibir ese olor penetrante, y por un rato indescifrable, que se metió en nuestras fosas nasales un momento antes de la explosión. Vuelvo a exclamar:

—Claro, ¿cómo no me di cuenta antes?

Mis dos amores se dan vuelta para observarme, entre divertidos y sorprendidos. Los miro tiernamente a los ojos y concluyo mi explicación:

—¡Era olor a azufre...!


Dicen que a los demonios les cuesta pasar inadvertidos fuera del infierno, porque de sus repugnantes cuerpos emanan vahos sulfurosos que los habitantes del planeta podemos detectar...

ModuS ScientiA

© 2001 ModuS ScientiA - Hecho el depósito que previene la Ley 11.723
(Desde Buenos Aires, Argentina)

Etiquetas: , ,