viernes, enero 29, 2010

NO TENGO TIEMPO

La persistencia de la memoria (Salvador Dalí, 1931)
Vivíamos en el mismo edificio cuando éramos niños, él en el primer piso y yo en el tercero. Crecimos juntos, compartiendo juegos, charlas, sueños y proyectos, hasta que nos hicimos hombres y formamos nuestras familias...

La esposa de Julián era muy posesiva y lo controlaba como una madre paranoica a su único hijo que nadie debía tocar. Por supuesto que tal anormalidad nos fue distanciando lentamente y hasta marcando notables diferencias entre ambos que antes jamás habían existido.

Poco a poco Julián fue mutando –no se me ocurre otra palabra– hasta dejar de ser él mismo y convertirse en un producto viviente de la voluntad y capricho de su mujer.

Mientras tanto, lejos de comportarse de la misma forma que le exigía a su esposo, ella tenía amigas a las que les dedicaba el tiempo que se le antojaba. Y él siempre estaba de acuerdo.

Una tarde nos encontramos en un barcito del barrio algunos amigos de la infancia para festejar anticipadamente la llegada del año 2001, menos Julián que, como siempre, se excusó de no asistir porque "no tengo tiempo". Éramos seis personas alrededor de dos mesas del bar, bebiendo gaseosas y charlando hasta por los codos de cualquier tema, cuando alguien mencionó la ausencia de Julián. Me levanté, tomé una silla vacía de otra mesa y la coloqué junto a nosotros, mientras decía: "Hagamos de cuenta que él está acá". Todos aprobaron la ocurrencia y no se habló más del amigo ausente.

Hace unos meses recibí un mensaje de Julián a través del correo electrónico. Miré varias veces el remitente hasta convencerme de no haber leído mal. No tenía otro contenido que unas pocas palabras pidiéndome que le respondiera a la brevedad informándole que no se había equivocado con mi dirección de e-mail. Por supuesto, como es mi costumbre, le contesté enseguida.

Así se sucedieron una serie de "cartas" entre amigos que nos ayudaron a acercarnos mutuamente luego de tanto tiempo de distanciamiento. Me enteré con profunda pena de la terrible enfermedad de Julián y del poco tiempo que le restaba de vida. Su garganta estaba muy afectada y eso le impedía conectarse telefónicamente, por lo que recurría al correo electrónico, pero los otros amigos de la infancia no poseían computadoras ni tenían cuentas de e-mail, por lo que me transformé en un puente entre Julián y aquellos que él había olvidado durante tanto tiempo.

En la madrugada del martes 26 de Enero de este nuevo año que corre, al regresar del trabajo se me ocurrió encender la PC para ver si tenía algún correo pendiente y encontré el último mensaje de Julián. Lo había escrito unas horas antes y me pedía que le respondiera lo más pronto posible, pues se sentía muy mal. Me hablaba de su gran equivocación al mezquinarles tiempo a sus otros afectos para dedicárselo casi exclusivamente a su mujer. Comprendía, en sus últimos instantes de vida, que el tiempo es un bien que no puede acumularse como si fuera dinero y que cuando no se utiliza adecuadamente se pierde para siempre. Me emocioné hasta las lágrimas ante lo que supuse eran las últimas confesiones de mi amigo de la infancia.

Contesté enseguida, sin siquiera probar la cena, tan sólo un vaso de agua fresca para aliviar la sequedad de mi garganta. Firmé el mensaje y lo envié. Me quedé un rato sentado con la mente en blanco, mirando sin ver la pantalla del monitor, cuando la campanilla del teléfono me volvió a la realidad.

Apenas escuché la voz de la esposa de Julián imaginé lo que había sucedido. No pude evitar preguntarle, con rabia no disimulada, qué haría ahora ella con todo el tiempo que le había robado a su esposo. Ella sollozó sin responder nada y yo preferí dejar mi bronca para otro momento. Me ofrecí para ayudarla en lo que pudiera y corté. Me encargué de avisarles de la mala nueva a los otros amigos de la infancia de Julián y un poco más tarde estuvimos todos junto a su féretro durante el velatorio, acompañándolo como no habíamos podido hacerlo por largos años.

Mi última respuesta a mi amigo tuve tiempo para escribirla, pero él no lo tuvo para leerla. Su excusa de siempre se hizo realidad en el último momento: "No tengo tiempo... no tengo tiempo... no tengo tiempo".

Dedico esta pequeña historia a mi amigo Julián, que ojalá tenga tiempo para gozar de la Presencia de Dios.

Jorge Daniel

(Desde Córdoba, Argentina)

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