martes, febrero 27, 2007

DIOSES SIN CIELO II

Cuando leí “DIOSES SIN CIELO” creí que me iba a desmayar, ya que la historia parece una copia de mi propia experiencia...

No conozco al autor del artículo ni a sus amigos tan golpeados por la vida, pero me siento muy cercana a ellos en este momento tan crucial de mi existencia, porque me están ayudando a comprender que la desgracia no se ha cebado conmigo, sino que es algo de lo que nadie en el mundo, por importante o poderoso que sea, está libre.

Nunca la redacción me ha sido fácil, por lo que he dudado bastante en dar este paso, pero mis leales amigos Mónica y Toni me animaron a escribir, asegurándome que los coordinadores del blog se ocuparían de las correcciones necesarias. Agradezco anticipadamente a quienes tengan que luchar con mis errores e incoherencias.

Después de meditarlo un buen rato opté por utilizar un apodo, pues no quiero perjudicar a mi familia haciendo pública mi verdadera identidad. Pido disculpas por esta actitud cobarde, pero no puedo evitarlo, ojalá me comprendan.

Desde muy pequeña amé los espejos y todo lo que reflejara mi propia imagen. Mi padre siempre me reprendía por mi costumbre de pasar horas ensayando poses diferentes ante el espejo. Mi madre, bastante coqueta, prefería restarle importancia al asunto y siempre tenía una palabra de complicidad que me tranquilizaba.

Una noche mis padres discutieron muy fuerte, como jamás los había escuchado antes, diciéndose palabras muy hirientes que me hicieron llorar. Después hubo un largo silencio y al rato escuché la puerta de calle abrirse y cerrarse ruidosamente. Mi papá se había ido de casa para siempre.

Me sentí responsable de lo que había ocurrido, hasta que mi mamá me explicó que yo no tenía culpa de nada, pues el problema era económico. Años después supe que los gastos desmedidos de mi madre en ropa, calzado, cremas, perfumes, peluquería, habían quebrado el equilibrio económico y moral de la familia.

Mi papá nunca más regresó a casa, pero siempre nos vimos con bastante frecuencia hasta que demasiado tempranamente falleció a causa de un infarto. Aún no tenía cincuenta años mi padre cuando partió de esta vida. Yo recién había cumplido la mayoría de edad.

Mi hermano mayor, casado y con dos hijos, tomó las riendas de la casa, pues con la pensión que había dejado mi papá nos era imposible hacer frente a todos los gastos. Más o menos tres meses después mi hermano nos reunió en el comedor y dijo que no podía seguir adelante con semejante responsabilidad, pues mi madre y yo éramos incorregibles gastadoras. Y también se fue de casa dando un portazo.

Mi mamá vivía fascinada por el mundo de las modelos. Creo que ella hubiera querido ser una de esas hermosas figuritas públicas que tanto admiraba. Quizás por eso cuando yo tenía catorce años me llevó en secreto a un instituto especializado para que me convertieran en modelo. Fue otro de los gastos que no se podían sostener sin hacer temblar la billetera de mi padre.

A los diecinueve años me contrataron para hacer gráfica y así mi imagen llegó a ser muy conocida, aunque mi nombre no apareciera en ningún lado. Mi padre vio esas publicidades y me felicitó por lo bien que salía yo en las fotos, pero me aconsejó que pensara en lo efímero de la belleza corporal y que no dejara de cultivarme en otros aspectos. Supe que él tenía razón, pero preferí dedicarme de lleno al excitante mundillo de las pasarelas y la publicidad.

Cuando papá murió yo había cumplido veintiún años y hacia dos que ganaba mi propio salario, sin embargo a mitad del mes ya me quedaba sin un centavo, pues a medida que se avanza en esta profesión se gasta más en ropa, calzado, cosméticos, paseos y las obligaciones sociales propias del medio.

Cuando mi hermano se fue de casa y nos dejó a mamá y a mí con las cuentas que mes a mes se iban acumulando, no supimos qué hacer para salir del problema, hasta que apareció una propuesta laboral que me pareció caída del cielo. Recorrí grandes ciudades del mundo y gané bastante dinero, además de gozar de las mieles del triunfo. A mamá le giraba todos los meses una suma importante para que ella pudiera hacer frente a sus gastos. Fue un tiempo de gloria que creí ganado para siempre.

Los hombres me admiraban y deseaban. Me encantaba que me miraran con sus ojos brillantes de excitación. Tuve varios novios, algunos que fueron conocidos a través de las revistas y programas de televisión y otros que traté de preservar de las miradas del público. Mi mayor culpa, entre tantas que acumulé, fue haber traicionado la confianza de una amiga dejándome seducir por su esposo. Podía haber evitado ese imperdonable error, pero mi ego necesitaba ese “triunfo” y me demostré que con mi hermosura podía avanzar por sobre cualquier sentimiento o vínculo. Las revistas descubrieron mi falta y el tema fue ventilado a los cuatro vientos.

Algunas personas me abucheaban cuando me veían salir de algún set o en plena calle. En un restaurante muy paquete de Puerto Madero me dijeron algo muy fuerte que me hizo llorar. Entonces comencé a darme cuenta de lo que había hecho.

Decidí aceptar una oferta de trabajo muy interesante que me permitiría salir nuevamente del país. Estuve bastante tiempo en el extranjero con relativo éxito, ganando más dinero que antes y sin los apremios que había conocido en el pasado. Así me fui olvidando de mis culpas y me dediqué a buscar la felicidad.

Cuando lo conocí a J. P. en Francia creí que el corazón me estallaría de emoción. Era hermoso, encantador, seductor, el hombre por el que cualquier mujer se derretiría. Yo tomé la iniciativa y le declaré mi amor apasionado. Comenzamos a frecuentarnos hasta que meses después nos fuimos a vivir juntos a su departamento parisino.

Me sentía dueña del mundo, una diosa, alguien superior. Tenía belleza, fama, dinero y un hombre bellísimo que me hacía feliz. ¿Qué más podía desear? El hogar que yo había destruido con mi orgullosa actitud ya era un recuerdo en mi memoria y ni siquiera me afligía pensar en el dolor de mi amiga a la que había traicionado.

Estábamos J. P. y yo en una fiesta en pleno París, compartiendo la lujosa reunión con figuras muy famosas del cine y la televisión, cuando de pronto caí sin sentido al piso. Luego me contaron que todos se reían pensando que yo estaba un poco pasada de copas, pero al ver que no me podían hacer reaccionar optaron por llamar a una ambulancia.

Así comenzó mi camino de dolor, mi calvario, mi purgatorio. Al principio no lo podía creer, me parecía imposible que algo tan tremendo me sucediera a mí, a mí que lo tenía todo y era una diosa. Pero tuve que tragarme el orgullo y aceptar que a la Leucemia nada le importaba mi fama, mi belleza o mi estatus social.

J. P. se portó maravillosamente los primeros meses, pero luego alegó cuestiones laborales y fue desligándose de mí, hasta que un día alguien me comentó en el hospital que mi amado tenía otra mujer.

No pude escapar de la realidad, como había hecho con mi amiga después que la traicioné. Me estaba pasando a mí y no sabía cómo hacer para salir corriendo del horror que se había adueñado de mi vida.

Fue dolorosísimo y un pensamiento comenzó a crecer en mi cabeza: suicidarme. Lo intenté, pero me salvaron en las tres oportunidades.

Casi sin dinero ni amigos volví a mi país para estar con los míos, por lo menos para no sentirme tan sola. Mi madre, a la que no veía personalmente desde hacía bastante tiempo, era una sombra. Creo que ella también estaba aprendiendo la lección.

Me instalé en la casa de mi madre y con ella vivo desde entonces. Mi hermano es una gran persona que desde que volví no ha dejado de mimarme y darme aliento, lo mismo mi cuñada y sobrinitos. Algunos de mis antiguos amigos se acercaron a visitarme y me perdonaron. Mónica y Toni fueron los primeros y a ellos les debo que el resto me aceptara a pesar de mis faltas.

De aquella diosa altiva que envidiaron muchas mujeres en el mundo no queda nada. Ahora soy una pluma en el viento, una condenada esperando el momento final. Tengo miedo, mucho miedo a morir, porque de mi vida hice un desastre y quisiera tener otra oportunidad para por lo menos intentar reparar mis faltas. Los médicos me aconsejan serenidad, mientras intentan lo que pueden para que la enfermedad no me mate.

Cuando leí “DIOSES SIN CIELO” creí que me iba a desmayar, ya que la historia parece una copia de mi propia experiencia, pues aunque algunos detalles no son exactamente iguales, las actitudes y las consecuencias sí.

Espero no haber cansado a nadie con mi relato. Y ojalá que a alguien le sirva para evitar errores de los que no se puede volver...

Golondrina

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(Desde Buenos Aires, Argentina)

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